Regresé, porque no sé vivir sin Venezuela

Me desperté esta mañana con el sabor amargo del café que nunca sabe igual en tierra extraña, y entendí que había llegado el momento de escribir sobre este dolor que me carcome las entrañas desde hace años. Soy uno más de los millones que tuvimos que partir, uno más de esos nombres en las estadísticas que hablan de la diáspora venezolana, pero también soy el que regresó, el que no pudo vivir con el alma partida en dos.

Me fui como tantos. No por gusto ni por aventura, sino por necesidad, por ese susurro incómodo que con el tiempo se volvió gritó: vete, aquí ya no se puede. Crucé fronteras con una maleta liviana de ropa, pero pesada de recuerdos. Iba lleno de ausencias, cargado de despedidas que aún no sé cómo sanar.

Allá afuera todo fue distinto. Las ciudades eran correctas, eficientes, frías. Aprendí a hablar con otro acento sin soltar el mío. Me hice invisible para sobrevivir. Nunca me faltó un techo ni un plato de comida, pero me faltaba el calor del saludo de un vecino, el relajo de una conversación callejera, la risa espontánea que aquí brota sin pedir permiso.

Viví, profundamente solo. Mis hermanos, mis amigos, mis afectos más cercanos, todos desperdigados como hojas al viento. Nos veíamos por pantallas, nos mandábamos fotos, compartimos cumpleaños a destiempo. Nunca supe si reír o llorar al escuchar las voces de mis sobrinos diciendo "tío" con un acento que ya no es el mío.

Los años pasaron. El calendario se llenó de fechas que no celebré. Mis libros seguían guardados en cajas, como si estuvieran esperando que yo también regresará. A veces, mientras escribía en una madrugada extranjera, sentía que me traicionaba, que me estaba volviendo alguien que nunca quise ser: alguien acostumbrado a no pertenecer.

Cuando tomé la decisión de volver, mis hijos me miraron con esa mezcla de incomprensión y dolor que solo pueden tener los que nacieron en otro lado pero llevan Venezuela en los genes. "Papá, aquí tienes trabajo, aquí estamos nosotros", me decían, sin entender que hay heridas que no sanan con dólares ni con estabilidad.

La familia venezolana está rota. Esparcidas como semillas al viento, pero en nuestro caso, todas fueron a dar a la misma tierra: Estados Unidos. Todos están bien, todos prosperan, todos me mandan fotos de sus trabajos, sus casas, sus nuevas vidas americanas. Y todos me preguntan por qué regresé.

Durante un tiempo viví fuera. Tenía trabajo, papeles en regla, hasta compré un carro. Pero también viví el derrumbe lento de mi relación de pareja, la distancia emocional que se fue creando como un abismo silencioso entre mi ex pareja y yo. Por las noches, cuando el mundo se quedaba en silencio y ella dormía en la distancia, sentía un vacío tan profundo que me ahogaba. Era como si me hubieran arrancado no solo la mitad del corazón que dejé enterrado en mi tierra que se desangra lentamente, sino también la parte que compartía con ella, que se desvanecía día a día entre mis silencios y su necesidad de seguir adelante.

No fue fácil irse. Nadie se va de su patria por gusto. Fue el hambre lo que nos expulsó, la inflación que se comía los sueldos en una semana, la inseguridad que nos tenía presos en nuestras propias casas, la falta de medicinas que se llevó sin que pudiéramos hacer nada. Fue ver cómo se desmoronaba todo lo que conocíamos, cómo se iba la luz y no volvía en horas, cómo hacer una cola de ocho horas para comprar harina se volvió normal. Fue despertar un día y entender que ya no reconocía mi país.

Pero irme fue como morir en vida. Cada día en el extranjero era una pequeña muerte, una traición silenciosa a todo lo que soy. Porque uno puede cambiar de dirección, de trabajo, hasta de idioma, pero no puede cambiar de piel, y mi piel grita Venezuela por cada poro.

La soledad del emigrante es particular, es cruel, es devastadora. Es estar rodeado de gente pero sentirse invisible, es que nadie entienda por qué te quedas en silencio cuando hablan de política, por qué no puedes explicar de dónde vienes sin que se te quiebre la voz. Es cargar con la culpa del que se fue, la nostalgia del que no puede volver, y el peso de haber perdido también el amor en el camino. Es vivir entre dos mundos sin pertenecer completamente a ninguno, y encima hacerlo solo, con el eco de una voz que ya no te dice "todo va a estar bien" al final del día.

Recuerdo las primeras navidades en el extranjero. Sin hallacas, sin gaitas, con nieve en lugar del calor sofocante de diciembre que tanto aborrecía antes. Mis hijos tratando de entender por qué papá lloraba viendo vídeos de Caracas en YouTube, por qué guardaba harina de maíz Harina P.A.N. como si fuera oro.

Pero llegó un momento en que entendí que podía tener todo lo inexistente en nuestro país, toda la estabilidad posible, y aún así iba a morir de nostalgia. Que mis hijos podrían tener futuro en cualquier parte, pero yo necesitaba tener pasado, presente y esperanza en el mismo lugar. Necesitaba volver a ser yo, no la versión adaptada, traducida, edulcorada de mí mismo que había creado para sobrevivir en tierra ajena.

El día que decidí regresar, llamé a mi hijo mayor y a mi hermano mayor que yo y les dije que me regresaba. Volver no fue fácil. Mis amigos de allá no entendían, mis amigos de acá pensaron que había perdido la razón (en ambas partes, contados con los dedos de una mano y sobraban dedos). "¿Cómo vas a dejar todo esto para volver a eso?", me preguntaban. Pero "eso" que ellos veían como un retroceso, para mí era regresar a casa, era volver a ser completo.

Ahora estoy aquí, en esta Venezuela herida pero mía, con todas sus carencias y sus dolores, pero también con sus atardeceres que no tienen precio, con su gente que te abraza como si fueras familia, con sus calles que reconozco aunque hayan cambiado. Vivo en la incertidumbre económica, sí, pero por fin vivo sin la incertidumbre existencial que me carcomía en el exterior.

Mi familia sigue en Estados Unidos. Mis hijos están construyendo sus vidas texanas, mis hermanos divididos entre ciudades, ellos que aún no terminan de entender. Hablamos por videollamada, me mandan fotos de parrillas en el backyard, de mis sobrinos jugando baseball en lugar de béisbol. Todos tratamos de mantenernos unidos a pesar de que ahora soy yo el que está en diferente huso horario. Algunos me dicen que soy un loco, otros secretamente me envidian. Todos me extrañan, como yo los extraño a ellos, pero ahora desde el lado opuesto del continente.

Esta es la tragedia de nuestra generación de venezolanos: tuvimos que elegir entre el futuro de nuestros hijos y el presente de nuestras almas. Algunos eligieron quedarse y luchar, otros eligieron irse y prosperar, yo elegí irme, crecer, y volver a ser yo. No sé si es la decisión correcta, pero es la única con la que puedo vivir.

Solo, con menos certezas, con más cicatrices. Pero con el corazón palpitando por volver a ver el Ávila, por oler la lluvia en el asfalto caliente, por escuchar la bulla de un mercado que me recuerda que aquí la vida siempre es más ruidosa, más intensa, más real.

Volví aunque duela. Aunque faltan tantos. Aunque haya calles que no reconozco y amigos que ya no están. Porque entendí que mi nostalgia no tenía cura afuera. Que uno puede aprender a vivir lejos, pero no necesariamente a ser feliz.

Volví porque Venezuela, incluso rota, es mi lugar. Porque no sé vivir sin su caos, sin su ternura, sin su manera única de abrazarte hasta con las desgracias.

Y aunque la soledad todavía me acompaña porque los que amo siguen regados por el mundo, aquí por lo menos la comparto con el calor del idioma, con el sabor de mi historia, con la certeza de que el que soy, solo puede respirar completo bajo este cielo.

Escribo esto desde mi apartamento en Caracas, desde donde puedo ver el Ávila que tanto extrañé, escuchando los cuatros que suenan en la plaza, oliendo las empanadas del vecino. Escribo esto para todos los que se fueron y no pueden volver, para los que se quedaron y no entienden a los que partimos, para los que como yo volvimos con el corazón partido pero completo.

Porque al final, uno no elige de dónde viene, pero sí puede elegir dónde quiere morir. Y yo elegí morir donde nací, en esta tierra que duele y sana al mismo tiempo, en este país que nos expulsa y nos perdona, que nos mata de amor y de desesperanza a partes iguales.

Venezuela me dolió tanto que tuve que irme, pero me duele más estar lejos de ella. Y quizás ese sea nuestro destino como venezolanos de esta época: vivir siempre con dolor, pero elegir cuál dolor podemos soportar mejor.

Yo elegí el dolor de regresar.

NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE.



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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

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