A comienzos del siglo XX, los países industrializados sintieron la urgencia de innovar en sus fábricas para aumentar la producción en masa y mejorar sus márgenes de ganancia. En ese contexto, el modelo fordista, impulsado por Henry Ford y su sistema de ensamblaje en serie, se consolidó como el principal referente productivo, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial. Asociado a políticas keynesianas, el fordismo permitió un crecimiento económico sostenido durante varias décadas y se convirtió en símbolo de la modernización industrial occidental.
El esquema fordista no es solamente una organización del trabajo a partir de la cadena de producción, sino una política de control y gerencia de trabajo, que representa la modernización –occidentalizada de las sociedades; el intento de lograr el sometimiento definitivo de los países carentes de una base industrial firme-, para ponerlo al servicio de las necesidades de una economía global cada vez más transnacionalizada. Es así, que el proceso de trabajo característico del fordismo es la cadena de producción semiautomática. El fordismo consigue mediante la mecanización del trabajo, elevar la intensidad, a la vez que incrementar la separación entre el trabajo manual y el intelectual.
En este sentido, el fordismo, aplicado en los proceso de producción, no se circunscribe solamente a una noción económica, sino que representa la forma más depurada del mecanicismo contemporáneo y la primacía de una lógica productivista sin limitaciones ni contrapesos. Se presenta como referencial de una concepción radicalmente reduccionista en la cual lo esencial del hombre y de la sociedad puede ser explicado a partir de la búsqueda del propio interés del individuo en el mercado. Asimismo, este principio provoca, en el obrero, la pérdida de control del ritmo de trabajo, sometiendo a los operarios a la uniformidad del movimiento de las máquinas. Por lo tanto, de acuerdo al fordismo, la simplificación de los trabajos permite una mejora en los rendimientos de la cadena, la cual se va ajustando gradualmente, a la vez que crean plazas laborales. Sin embargo, ese ritmo de intensificación de trabajo para los obreros produce desequilibrio psicológico y la desaparición de la percepción del vínculo entre el rendimiento colectivo de la fuerza de trabajo y el gasto de energía individual del asalariado contribuyendo a su deshumanización o cosificación.
En contraste, con este modelo fordista, el modelo de producción venezolano vigente, destaca la participación protagónica del elemento obrero en asuntos que pueden tener incidencias en sus vidas individuales o colectivas. Decisiones, que ya no provienen de tecnócratas, afines a la racionalidad mercantilista del Gran capital, que perciben a los trabajadores como una pieza de engranaje dentro de una cadena de suministro, sino más bien, de una verdadera organización social cuyo eje modernizador se encuentra bajo las banderas del socialismo, el cual coloca la tecnología y la innovación tecnológica sirvan directamente al bienestar de los ciudadanos, asegurando una distribución justa de la inversión social.
En conclusión, el fordismo fue un motor de modernización y crecimiento, pero también mostró sus límites al relegar al trabajador y al bienestar colectivo. El modelo venezolano, por su parte, busca recuperar el sentido humano del desarrollo, apostando por la participación, la equidad y la armonía entre tecnología y sociedad. Más allá de las cifras y los índices económicos, el verdadero desarrollo se mide en la capacidad de construir una vida digna para todos, donde el progreso se traduzca en bienestar tangible y equitativo para toda la sociedad