El Estado del espectáculo

El Estado, asistido de su burocracia, ha venido siendo un aparato para la gobernabilidad de los países, manejado por los que disponen de la fuerza necesaria para controlarlo. Si se parte del Estado moderno, surgido de la revolución burguesa, con las distintas etiquetas que va tomando en las sociedades ricas —que se dicen vanguardistas en términos de progreso político-social—, ya sea de Derecho, democrático, de bienestar o social, se observa cómo la política le va adaptando a los tiempos, lo que se hace visible a través de esa maquinaria operativa. Detrás de este proceso siempre se ha situado como finalidad animar el negocio capitalista, con la clara colaboración de la política.

Desde la perspectiva ideológica, aquello de las libertades y los derechos, que instrumentó inicialmente el capitalismo, orientado a la mejora del negocio e incrementar su poder, solo fue un primer paso para ganarse a las masas. Luego se puso en escena la idea de progreso, se habló de modernidad como eslogan, lo que incidió favorablemente en los dividendos empresariales. Sin embargo, ya entonces, el mercado necesitaba ir a más y acudió a la política como garantía de la prosperidad de un negocio en ciernes. El efecto político era que la hasta entonces considerada muchedumbre por las elites debía mejorar su estatus y que el ciudadano pasara a ser el personaje central de la comedia del voto, asumiendo el papel de trampolín para los aspirantes a ejercer el poder que ofrecieran mejorar su calidad de vida. Involucrando en la marcha del negocio empresarial a la burocracia estatal, lo siguiente resultó ser —solamente en lo países ricos— poner en marcha el que se llamó Estado del bienestar. El objeto era, además de un lavado de imagen, vender la idea de mayor progreso político a las gentes y, algo más, repartir generosamente el dinero público para limar desencantos de muchos y generar grupos de favorecidos fieles al partido que mejor supiera ofertar lo que entendían como bien-vivir. Con lo que el capitalismo y la burocracia estatal obtenían sus respectivos beneficios, siempre con el Estado puesto al servicio del primero.

En la práctica, una vez en el presente, el hecho es que ya se ha superado el índice de ese bienestar —alimentado por el papeleo, la inoperancia y las eternas esperas de los beneficiados— que se encarga de procurar el Estado, en nombre de la política y el capitalismo, y ha resultado que, pese a sus continuadas crisis y su casi inoperancia, sus ciudadanos disponen de mucho tiempo libre como complemento. Para llenarlo, el ocio juega un papel fundamental y para atenderlo, es decir, para que las gentes no se aburran y lleguen a pensar, surge la necesidad de que alguien se ocupe de procurar atenderlo, dada la incapacidad que afecta a muchos de hacerlo por su cuenta. De ello se han venido ocupando las empresas, asistidas por la publicidad mediática, procurando espectáculo de pago, pero no parece suficiente, y paradójicamente los liberales de pega vuelven a llamar a las puertas estatales. Una vez iniciada la carrera, el progreso político está obligado a no detenerse, las gentes ociosas quieren mayores compromisos públicos y demandan más entretenimiento, visto como un derecho, y se lo exigen a la política, que ha vuelto a encomendar a la maquinaria estatal una tarea más, se trata de procurar espectáculo público a las gentes. La empresa Estado tiene que seguir comprometida con las demandas de la ciudadanía, ávida de entretenimiento permanente para sobrellevar su vacía existencia, con lo que movido por el empuje del negocio económico, el Estado empieza a estar obligado a tomar cartas en el asunto, tanto por la creciente exigencia de las masas como en interés de la burocracia política y administrativa que de él se sirve.

Las políticas locales, afectadas por los intereses de la globalización, aparcan el interés general, suplantándolo por el espectáculo. No solo porque lo demandan las masas, sino porque interesa al desarrollo del negocio comercial, El objetivo es entretener políticamente a la ciudadanía y alimentar el ocio, lo que permite tener al personal atento a los titulares mediáticos, atender las demandas colectivas de productos virtuales y fundamentalmente contribuir al negocio mercantil. De ahí que la política, que vela por el bienestar de los ciudadanos, esté comprometida en suministrar espectáculo permanente. Un espectáculo visual, que avanza a tal ritmo que sustituye al ejercicio político real propio de una democracia. Esto ha sido posible en la era de la comunicación a través de sus medios de difusión, en la que lo visual físico y lo virtual han adquirido un gran desarrollo, al estar al alcance de todos —menos cuando se le funden los plomos al sistema—. Siguiendo esta línea y asentada la democracia del voto, no se vota políticas, sino a los mejores actores de la representación escénica. Es aquí donde los asesores de los partidos juegan su papel de producir los argumentos ideológicos de sesgo propio para procurar los mejores resultados a su equipo en materia electoral, captando las sensibilidades sociales del momento y aconsejando a los políticos el uso del material apropiado utilizando el marchamo democrático.

Dentro del Estado del espectáculo, los políticos de distinto signo, se mueven bajo el paraguas del respectivo partido, promocionando ante el público sus respectivas ocurrencias, procurando que suenen a progreso, porque la novedad que diariamente se saca de la chistera entretiene más a las gentes. De manera que la política, bajo la operativa estatal, solo consista en poner en escena ante la ciudadanía, como si de una obra teatral se tratara, servida por los medios de difusión, las cosas de sus políticos y sus colaboradores para ser centro de atención; mientras que lo trascendente se mueve entre bastidores, para que muy pocos se enteren de la jugada real.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

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