Los nuevos predicadores (2025)

Veinte años después, siguen ahí. Y son más poderosos que nunca.

La Iglesia Católica, con toda su historia de cruzadas, Inquisición y penitencias, cedió en parte su cetro cuando la modernidad la arrinconó al espacio privado. Pero su viejo oficio —el de moldear conciencias, dirigir almas y dictar lo que debe pensarse, creerse, callarse o deplorarse— no desapareció. Cambió de manos. Hoy ese oficio lo desempeñan, con más eficacia y menos pudor, los periodistas y los medios de comunicación masiva.

Lo anuncié hace veinte años en un artículo con el mismo titular. Hoy, lo confirmo: los nuevos predicadores siguen ahí, y ya no predican desde los púlpitos sino desde los platós, los estudios, los móviles y los algoritmos.

Ya no invocan la voluntad de Dios, sino el derecho a informar. Ya no blanden crucifijos, sino micrófonos. Pero el mecanismo es el mismo: modelar la conciencia colectiva con un catecismo incesante, cargado de certezas emocionales y pobre en pensamiento. Son los nuevos administradores de la verdad pública. Su poder no es solo discursivo: es estructural. Adoctrinan desde todas las esquinas del espectro ideológico, desde la pantalla de un móvil hasta la opinión editorial de un medio "respetado".

La diferencia, quizá, es que la Iglesia tenía un dogma relativamente coherente. El nuevo periodismo no lo tiene: se mueve al ritmo de la audiencia, del patrocinio, del impacto instantáneo. Ha sustituido el dogma por la consigna, la reflexión por la consigna viral, la verdad por la inmediatez. Donde antes estaba la cátedra, hoy hay un plató. Donde antes se impartía el sermón, hoy se lanza un tuit o un vídeo vertical.

Y si la Iglesia se alió con el poder político y militar durante siglos, los medios actuales se alían con el algoritmo, la publicidad y la conveniencia política, sin escrúpulos. Son parte del entramado de poder, pero también de un sistema de creencias que no admite disidencias. Al igual que el viejo clero excomulgaba al hereje, el nuevo periodismo cancela, silencia o ridiculiza al que disiente de su línea. El pecado original ha sido sustituido por la incorrección ideológica.

Antes, había que hacer frente al absurdo metafísico de la Transubstanciación. Hoy, a la manipulación emocional de las narrativas que lo tiñen todo de drama, victimismo o histeria colectiva. Los medios ya no informan: forman —y deforman— conciencias. Y no desde el pensamiento, sino desde el reflejo condicionado.

¿Qué nos queda? La esperanza inútil —lo dije entonces y lo repito ahora— de un gobierno de sabios, de poetas, de pensadores que no deban su tribuna al capital ni a la histeria colectiva. Mientras tanto, seguiremos expuestos a estos nuevos clérigos, sus sermones diarios y sus dogmas rotativos, que cambian según la pauta del patrocinador o del trending topic.

Quizá, como entonces, el tiempo trabaje contra ellos. Pero esta vez el enemigo de la lucidez no es solo la fe, sino la distracción, la saturación, la fragmentación del pensamiento. Si la Iglesia nos infantilizaba, el nuevo periodismo nos aturde. Y el aturdimiento es aún más eficaz que el miedo. El alma del siglo XXI no se confiesa: se expone, se arrastra, se disuelve entre titulares y memes.

Pero aún hay herejes. Y mientras existan —aunque seamos pocos, aunque no se nos escuche— el imperio de los nuevos predicadores no será absoluto.



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 [email protected]      @jjaimerichart

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