Han sido varios mis encuentros con la conocida novela "1984" de George Orwel. El primero, se produjo gracias a mis constantes escapadas del liceo en los años difíciles de mi adolescencia, cuando, por carambola, caí en una biblioteca ubicada en un parquecito de la California Sur, cerca de la avenida Francisco de Miranda, en Caracas. La leí y, no recuerdo por qué, continué mi incursión literaria con otra novela explosiva para aquel muchacho que fui y que sigue estando de alguna manera en mí: "Un mundo feliz" de Aldous Huxley. Sin saberlo entonces, conocí los dos clásicos contemporáneos de las distopías y, en consecuencias, le agarré gusto a esa parte de la ciencia ficción que extrapola con ánimo crítico situaciones de la época histórica que nos tocó vivir, para bien o para mal.
El segundo encuentro fue en la maestría de literatura de la USB, a través de un maestro cascarrabias: Juan Nuño. Ya mi lectura venía sesgada porque un compañero me había prestado la magistral biografía de Stalin de Isaac Deutscher. De modo que, cuando el profesor nos asignó el análisis de la obra, yo apelé a la terrible historia de la Unión Soviética convertida en la dictadura de una burocracia despiadada que había usurpado el poder a un proletariado diezmado por la guerra internacional y civil, imponiendo un terrorismo de Estado que pretendió industrializar, con un costo de millones de vida y la destrucción de los lazos sociales, el país más grande, atrasado y asiático de Europa. Para mí, era fácil establecer las analogías entre el mundo de la novela de Orwel y el infierno soviético. De hecho, esa interpretación es la predominante y utilizada en la propaganda anticomunista de ayer y de hoy. Así, el Gran Hermano obviamente era Stalin; el vituperado traidor Goldstein era Trotsky, los tristes purgados que se reunían en el café arruinado eran los militantes bolcheviques que Stalin exterminó. Además, la reconstrucción histórica de las purgas y barbaridades estalinistas quedaban claramente aludidas en los elementos claves de aquel país devastado por la guerra y la represión totalitaria, donde el lenguaje había quedado dolorosamente reducido a un conjunto de fórmulas en las que la semántica también era torturada hasta hacer que las palabras dijeran siempre lo contrario, con el fin de evitar cualquier pensamiento crítico (la Neolengua), y donde el Ministerio del Amor era una especie de inmenso Helicoide venezolano actual, lugar de las más atroces torturas a los "criminales mentales", el Ministerio de la Verdad urdía las mentiras más burdas de una propaganda intoxicante y se reconstruía el pasado con cada brusco viraje táctico, y un Ministerio de la Abundancia, donde supuestamente se comandaba una economía "floreciente", con relanzamientos y hasta "motores", que se materializaba en más hambre y peor calidad de los contados productos racionados en medio de una desesperante escasez.
Cuando hice esas obvias analogías, Nuño montó en cólera. Para torturarme, como todo buen maestro, me castigó con una pregunta comprometedora: ¿Cuál es la escena de la novela más dramática, más cruel, más reveladora, más esencial de la narración de Orwel? Ahí me quedé con la boca abierta. ¿Sería cuando llevaron al protagonista Smith a la temible habitación 101 donde la tortura era diseñada de manera personalizada, especialmente para cada víctima, de acuerdo con sus terrores personales más profundos? ¿Será cuando la pareja, Smith y Julia, al fin se reunieron clandestinamente solos, violando el estricto orden sexual impuesto por el Partido, y lograron hacer el amor escuchando el canto de un pájaro? ¿O tal vez cuando todos los militantes lanzaban alaridos en el minuto de odio frente a la telepantalla omnipresente en aquel mundo de pesadilla? ¿O cuando cayó el ridículo cuadro de la pared de la habitación de aquel hotel desvencijado donde los amantes se encontraban, revelando la presencia ominosa de la telepantalla que siempre los había vigilado, igual que siempre emitía propaganda de los logros del Partido y los discursos interminables del Gran Hermano, y que, en ese momento, les ordenaba a los dos criminales mentales y eróticos a entregarse a las fuerzas de las fuerzas del orden? ¿O cuando el torturador y alto mando del Partido, O’Brien, le explica al pobre Smith que le hará decir que dos más dos son cinco si lo quiere el Gran Hermano o que, en realidad, no buscan el bienestar del pueblo atravesando un largo intervalo de sacrificios necesarios, sino aplastar una y otra vez una cara con una bota de suela de hierro? ¿O cuando las ratas feroces estuvieron a milímetros de la cara de Smith, en la tortura máxima, cuando el hombre al fin se quebró y traicionó a Julia?
"Nada de eso" dijo el profesor. La escena que, según él, revelaba el sentido de la novela, era la del encuentro final de los dos amantes, después de haber sido destruidos por las torturas del Ministerio del Amor, cuando ambos confiesan su traición. Uno había delatado al otro ante el Partido. Entonces callé. Era Juan Nuño, destacado filósofo, con no sé cuántos libros. ¿Qué podía decir yo? ¿Ponerme a discutir como Smith con O’Brien? Además, tal vez tenía razón. Había leído la novela con ojos de recién llegado al marxismo. Mi lectura había sido, quizás (ay, cuando uno le dice "quizás" a un profesor o a un torturador, ya está frito, porque es evidencia de una vacilación), demasiado política, y no literaria.
Por eso, cuando me enteré de que había salido una novela que daba la versión femenina de 1984, es decir, la visión de Julia, la amante de Smith, me apresuré a conseguirla y leerla. No tanto porque, como decía el anuncio en las redes, era la perspectiva femenina (o feminista), del infierno totalitario; sino para constatar si efectivamente la escena de la confesión de la traición era la esencia de la narración. La de Orwel y, ahora, la de Sandra Newman.
La protagonista en la novela de Newman es Julia, la amante de Smith. Tal vez su rasgo principal es que se trata de una sobreviviente. Por sobrevivir, delató ante los esbirros de Amor a su propia madre, quien, al parecer, formaba parte de ese conjunto de cuadros iniciales de la revolución, diezmado por las purgas sucesivas. Se inició en la vida sexual en la adolescencia y, desde entonces, aún aparentando ser militante de la moral puritana de la "Liga antisex" del Partido, había tenido varios amantes. De hecho, tenía otros dos cuando se prendó de Smith quien no tenía ni puta idea de esta desenvuelta hipocresía sexual de su compañera de "crimental", quien no desestimaba mantener relaciones con una linda muchacha, amante a su vez de un miembro del Comité Central. Julia participaba en todas las marchas celebratorias del Partido, gritaba su odio en el "Minuto de Odio", aclamaba los interminables discursos del "Gran Hermano", con la misma energía con que compraba en el mercado negro que florecía en la zona de los "proles", las barriadas miserables donde los marginados neutralizaban su malestar entre el alcohol, los deportes y las celebraciones ad hoc del Partido. En fin, se trata de una "criminal sexual y de pensamiento", según la Neolengua del Partido del Gran Hermano. Incluso llega a ofrecer su vientre para ser inseminada con el esperma del Gran Hermano y así acceder a algunos privilegios. También se presta a colaborar con la Policía del Pensamiento para entregar a Smith y a sus otros dos amantes, solo porque le cayó bien O´Brien, el verdugo, de quien sospechó, por un momento, que formaba parte de la clandestina resistencia de Goldstein, la "Hermandad".
Por supuesto, Julia se distingue del idealismo de Smith quien todavía expresa la fe de que un día los "proles" se rebelarían contra la opresión del Partido. Su vida siempre ha sido una larga cadena de delaciones, atrocidades, carencias, negocios ilícitos, violencia, disimulos, mentiras. Es una criatura propia de ese mundo donde la Paz es la guerra, el Amor es el Odio y la Verdad es la mentira sistemáticamente fabricada. En su vida todo es una pose de heroísmo, falsa ortodoxia ideológica, valentía impostada frente a un enemigo dudoso. Algo así como los dirigentes estudiantiles que hace poco compró Lacava. Pero sigamos con la novela de Newman.
Pero creo que soy un poco injusto con Julia. Cuando la Policía del Pensamiento la detiene junto a Smith, también la torturan. Y aquí hay una diferencia "feminista": mientras que Smith, en la novela de Orwel, se quiebra cuando le colocan un par de fieras ratas hambrientas cerca de la cara, y hasta grita que se las pongan a Julia, ella, en la versión de Newman, decapita con los dientes incisivos a una de ellas y aguanta las heridas que le causa la otra. Sobrevive a las torturas, aun estando encinta, y decide explorar más allá de las fronteras de una Londres en ruinas por las bombas, hasta llegar a las avanzadillas del ejercito rebelde de la "Hermandad" que ya ha tomado prisionero al "Gran Hermano", reducido a un pobre anciano demente. Allí, los rebeldes le aplican un cuestionario para integrarse a las fuerzas rebeldes. Y aquí está el giro en que la novela deja una puerta abierta ara desconfiar de todas las revoluciones, incluso de las contrarrevolucionarias. Resulta que las preguntas que le hacen son las mismas que el verdugo O´Brien les hace a ella y a Smith para oder acusarlos de ser disidentes. Son las mismas necesarias para integrarse a la Policía del Pensamiento.
¿Estás dispuesta a cometer asesinatos si así lo requiere la Hermandad de los Hombres Libres? —¿Asesinatos? —preguntó ella (…) Algo conmocionada, Julia cayó en la cuenta de a qué le recordaban aquellas preguntas. Era la lista de delitos que O’Brien le había dicho que el amante de la verdad cometería de buen grado, la lista a la que había hecho acceder a Winston Smith cuando fingía reclutarlo para la Hermandad (…). Si sirviera de algún modo a los intereses de la Hermandad echarle ácido sulfúrico en la cara a un niño, ¿estás dispuesta a hacerlo? —No, ni hablar —Perdona —dijo—. Era en broma. Pon…, bueno, lo que tú veas. El otro agarró el bolígrafo y anotó la palabra precipitadamente; luego volvió a mirarla con una sonrisa indecisa. A fin de cuentas, no podía pararle los pies a la Hermandad. Julia era una delincuente. Peor aún, estaba embarazada. No tenía libertad para pensar en qué era lo correcto. Debía hacer lo que fuera más seguro (…) No tenía elección. Había que seguir adelante y procurar ser bueno siempre que fuera posible. Sobrevivías y luego te arrepentías. —¿Estarías dispuesta a perder tu identidad y vivir el resto de tu vida como otra persona? —Sí. —¿Estás dispuesta a separarte de todas las personas a las que conoces y no volver a verlas nunca? —Sí. —¿Estás dispuesta a engañar, falsificar documentos, chantajear, corromper el pensamiento de los niños, distribuir drogas adictivas, favorecer la prostitución, propagar enfermedades venéreas…, hacer, en definitiva, cualquier cosa que desmoralice al Partido y debilite su poder? —Sí —respondió Julia—. Sí, lo estoy. Sí.
Newman insinúa con este desenlace que los nuevos revolucionarios triunfantes implantarán lo mismo que están derrocando. Un pesimismo paralizante. Vendrán nuevos "Gran Hermano". La Paz seguirá siendo la guerra; la Verdad seguirá siendo la Mentira; el Amor seguirá siendo el odio, la tortura, la persecución, la esclavitud.
Pido disculpas si le hice espóiler a los contados posibles lectores venezolanos de la novela de la Newman. Supongo que la obra participa del espíritu postmoderno que deslegitima los metarrelatos modernos, en primer, el de la Emancipación. Es más, sigue siendo distópica, apocalíptica sin redención, refocilándose en la muerte de toda esperanza. Además, la historia parece confirmar este talante porque, en la realidad, parece repetirse en un constante pasaje de Guatemala a Guatepeor. Pero, de verdad, y aquí pregunto al lector: ¿sólo nos queda sobrevivir simulando, mintiendo, adulando a los poderosos, en la pura abyección de la delación de los cercanos, prestándonos a poner trampas, vendiéndonos "después de una profunda reflexión" como le dijo a Lacava un ex dirigente juvenil opositor?