Basado este artículo en el mío de marzo de 2002 con el mismo título, a petición mía, la IA lo actualiza en estos términos…
En filosofía se llama aporía; en física, imposible. Cuando la fuerza domina la escena y no hay voluntad de someterla a control, razonar se vuelve estéril. En lenguaje llano, eso se llama prepotencia.
Mientras un político como Milosevic —inteligente pero caído en desgracia— comparece en solitario ante un Tribunal Internacional por presuntos crímenes de guerra, otro mandatario, Bush, amenaza con arrasar medio mundo sin que nadie, ni en política ni en prensa, le exija rendir cuentas. ¿Cómo se nombra esa monstruosa asimetría entre el peso de la razón y el de la fuerza pura?
Llegado cierto punto de la vida, uno constata con desánimo que quien ostenta la fuerza absoluta no escucha, no dialoga, no considera. Actúa según un designio inamovible, con indiferencia hacia el daño que cause. Entonces, a uno le asaltan ganas de dimitir del pensamiento, o al menos de su ejercicio público. Ya lo anunciaba el malestar democrático de las mayorías absolutas, que convierten al adversario en enemigo y al Parlamento en monólogo.
Así, cada asunto —nacional o internacional— se resuelve por el dictado de una sola voz: la del más fuerte, que además siempre es parte interesada. Tras el paréntesis de racionalidad que siguió a la Segunda Guerra Mundial, reaparecen en la Historia los personajes y los discursos que reducen toda esperanza humanista a una ingenuidad. Volvemos a la cruda verdad: la razón apenas fue un interludio. Como sentenció Voltaire, la civilización no ha corregido la barbarie: simplemente la ha perfeccionado.
Tal vez lo más sensato sea adoptar el punto de vista orteguiano del espectador. Asistir, con lucidez amarga, a la representación del capricho y la locura de un imperio. Porque no hay nada que hacer. Cuesta entender que aún se enseñe Derecho Internacional en las universidades como si se tratara de normas que vayan a cumplirse, cuando todo indica que su función es justo la contraria: servir de coartada para su constante violación.