Una revolución pendiente

Cuando escribí La revolución de los cristianos, en diciembre de 2004, intuía —como muchos— que la Iglesia católica atravesaba una crisis de representación profunda. Aquel texto fue un impulso de claridad en medio del ruido navideño, una reacción ética contra el vacío espiritual disfrazado de tradición, y una denuncia del estorbo que representa la jerarquía eclesiástica para una religiosidad auténtica. Han pasado veinte años, y el mundo ha cambiado con rapidez vertiginosa. Pero esa revolución pendiente, esa fe sin púlpito que proponía, sigue sin abrirse paso. No porque no existan destellos de ella, sino porque su posibilidad permanece acallada por nuevos disfraces, por renovadas formas de poder, incluso más sutiles.

I. De la retirada eclesiástica al contraataque identitario

La jerarquía católica, en España y en buena parte de Europa, ha perdido buena parte de su influencia. Ya no define el calendario emocional del pueblo ni tutela sus decisiones privadas. Las vocaciones se han desplomado, los seminarios se vacían y las iglesias, cuando no se convierten en museos, languidecen. El cristianismo institucional parece haber perdido la batalla cultural. Y sin embargo, no debemos engañarnos: lo que muere no es el cristianismo, sino su forma más rancia, su estructura feudal, su poder vertical. Lo que queda en pie es el aparato, no el mensaje.

A la vez, en otras regiones del planeta, asistimos a un resurgir fundamentalista: los evangelismos militantes, los nacionalismos teocráticos, las iglesias corporativas. Y también aquí, en Europa, se escucha el eco de un cristianismo reaccionario que vuelve en nombre de “la tradición” para atacar la libertad sexual, la pluralidad de modelos de familia, la ética laica. Ya no es una fe interior: es una identidad en armas, que no busca consolar ni comprender, sino imponer y separar.

Y en medio de todo ello, la figura ambigua de Francisco. Aplaudido por algunos como reformista, criticado por otros por sus gestos simbólicos sin traducción doctrinal real, este papa ha generado una nueva escenografía vaticana: menos dorada, más austera. Pero las estructuras siguen ahí. La pirámide, la obediencia, el dogma. Y sobre todo, la persistencia de la institución como poder, no como servicio.

II. El cristiano sin iglesia

Pero no es solo la Iglesia la que ha cambiado. También el creyente. El hombre contemporáneo ya no busca, en su mayoría, redención. Busca consuelo, sentido, conexión. Y lo hace a menudo por caminos no confesionales: la meditación, el yoga, la psicología, la naturaleza. En este mapa movedizo, las religiones tradicionales han perdido la exclusividad del alma humana. La espiritualidad se ha vuelto privada, sin liturgia, sin calendario, sin mandato. A veces apenas es un susurro: una lectura, un paseo, una lágrima silenciosa.

Lo paradójico es que, precisamente por eso, el mensaje de Jesús resurge. No desde los púlpitos, sino desde el margen. Porque cuando uno se acerca a los Evangelios —no a sus comentarios, no a sus rituales, sino al texto desnudo— encuentra todavía una palabra viva. Las Bienaventuranzas siguen siendo un programa de existencia revolucionario. Amar al enemigo, compartir con el pobre, no juzgar, callar en lugar de imponer: todo eso sigue teniendo más carga subversiva que cualquier manifiesto político.

Pero esa palabra, para que respire, necesita soledad. Necesita despojo. El creyente nuevo, si existe, es sacerdote de sí mismo. No se confiesa ante otro, sino ante su conciencia. No busca sacramentos, sino comprensión. Y no se siente “hijo de la Iglesia”, sino tal vez “huérfano de Dios”. Pero ese abandono, si no lo aplasta, lo vuelve libre. Y esa libertad —si es sincera— lo vuelve compasivo.

III. El agua frente al mármol

En aquel texto de 2004 cité al daoísmo. Vuelvo a él ahora, veinte años después, no como exotismo, sino como recordatorio de que la fuerza no está en la rigidez. El agua es más fuerte que la piedra. Fluye, se adapta, desgasta sin violencia. Quizá ese sea el camino de una espiritualidad sin trono: no desafiar al mármol, sino erosionarlo gota a gota. No disputar el poder, sino ignorarlo. No pedir permiso, sino simplemente vivir.

Jesús fue un místico sin poder, un curandero sin título, un maestro sin cargo. Lo mataron precisamente por eso: porque no quería fundar nada, ni coronar a nadie. El cristianismo verdadero quizá consista en volver a esa intemperie: no en reconstruir iglesias, sino en aceptar el descampado. No en adoctrinar, sino en acompañar. No en dogmatizar, sino en callar con quien sufre.

Nota: Empleo aquí la forma daoísmo, preferida por autores como Jesús Mosterín, para referirme a la vertiente filosófica arcaica del pensamiento chino centrado en el Dao, distinta de sus desarrollos religiosos o rituales posteriores. La grafía tradicional taoísmo ha sido común en Occidente, pero responde a un sistema de transliteración ya superado.

IV. Una revolución silenciosa

¿Puede haber una revolución sin ruido, sin estandartes, sin declaraciones? ¿Una revolución que no busca seguidores, sino que anima disidencias interiores? Quizá esa sea la única forma de espiritualidad legítima en nuestro tiempo: la que no se impone, la que no se organiza, la que no se transmite en nombre de una autoridad, sino que se ofrece como quien comparte pan. Algo pequeño. Algo verdadero.

Han pasado veinte años. Ya no me conmueve tanto el escándalo de la jerarquía, porque ha perdido casi toda su máscara. Pero me sigue doliendo lo que esa jerarquía ha hecho con la palabra de Jesús: disfrazarla, volverla absurda, hacerla irreconocible. Por eso sigo creyendo —no en los dogmas, no en los profetas, no en los líderes— sino en la posibilidad de que un alma sencilla lea un Evangelio y diga: esto me basta.

Ese lector solitario, ese que no quiere imponer nada a nadie, ese que no predica ni pontifica, ese es hoy el verdadero revolucionario cristiano. Y su revolución, como el agua, tal vez ya esté en marcha. Invisiblemente. Irreversiblemente.

 


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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 [email protected]      @jjaimerichart

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