Después del Voto, el Silencio: Cuando la abstención grita más fuerte que el voto

En el teatro político venezolano, las elecciones parlamentarias y regionales del 25 de mayo han dejado un sabor amargo que trasciende los números y las estadísticas. En medio del ruido, el desánimo, la abstención y la propaganda, queda una verdad amarga: el espacio político que no se ocupa, se entrega. La historia no espera. Y mientras unos votan, otros renuncian.

Lo que queda después de esta jornada electoral no son solo resultados, sino la dolorosa evidencia de una contradicción histórica que ha definido el destino político de una nación: la autodestrucción de la oposición a través de la abstención, esa negación sistemática que se ha convertido en la mejor herramienta del poder para perpetuarse. En toda lucha histórica, hay momentos cruciales que definen no sólo el devenir de un país, sino también la conciencia política de su pueblo. La causa es clara: una oposición fascista que durante años ha oscilado entre la fractura interna y la desconexión emocional con el país real. La consecuencia es brutal: el chavismo, bajo las siglas del PSUV, consolida un poder absoluto que no se construye solamente desde Miraflores, sino también desde las alcaldías, consejos legislativos, gobernaciones y circuitos regionales que han sido entregados unos y seguramente los restantes, en bandeja por quienes llaman al abstencionismo, como si la política fuera una cuestión de pureza moral y no de correlación de fuerzas.

La dialéctica política venezolana se ha pervertido hasta el punto donde la causa se confunde con el efecto, donde aquellos que claman por la democracia son precisamente quienes la debilitan con su ausencia. Es una paradoja cruel que requiere ser desentrañada desde sus raíces más profundas, porque en ella yace la explicación de por qué un país que grita por el cambio sigue atrapado en las mismas dinámicas de poder que dice rechazar.

Cuando analizamos la lucha de contrarios en el contexto venezolano, encontramos una distorsión fundamental: una oposición fascista, que debería representar la antítesis del gobierno, se ha convertido en su complemento perfecto. El gobierno necesita de una oposición débil, fracturada y ausente para legitimarse, y la oposición, en su estrategia abstencionista, le ha regalado exactamente eso. Es la negación de la negación llevada a su expresión más perversa, donde el intento de negar al gobierno a través del rechazo electoral termina negando la propia posibilidad de alternativa política. La lucha de los contrarios en Venezuela no es solo entre gobierno y oposición, sino dentro de la propia oposición: entre quienes creen que el camino es ganar espacios, mantener viva la llama de la participación democrática, y quienes, desde un pedestal de intransigencia, ven en cada elección una farsa, en cada voto una traición, en cada intento de convivencia democrática una claudicación.

La abstención no es solo una estrategia política fallida; es la manifestación de una mentalidad que ha confundido la pureza ideológica con la efectividad política. En los países bajo regímenes autoritarios, las masas claman por elecciones, por espacios de participación, por la oportunidad de expresar su voluntad política. Pero en Venezuela, sectores de la oposición han invertido esta lógica histórica, convirtiendo el derecho al voto en una herramienta de protesta que solo beneficia a quienes buscan combatir. Bajo regímenes autoritarios se ruega por un canal institucional que permita expresar y dirimir los conflictos sociales sin derramamiento de sangre. En Venezuela ocurre lo contrario: cuando finalmente hay elecciones, un sector de la oposición llama a no votar. Se niega a sí misma. Niega la posibilidad de construir una correlación de fuerzas desde abajo. Niega la historia reciente, donde cada espacio conquistado ha sido un foco de resistencia, de expresión, de construcción.

La negación de la negación, ese principio dialéctico que impulsa la historia hacia adelante, aquí se revierte: el pueblo que luchó durante décadas por condiciones mínimas para ejercer su soberanía, hoy renuncia a ese derecho bajo la manipulación del desencanto. Se repite la abstención, se repite la derrota. No se niega lo viejo para crear lo nuevo, sino que se afirma el estancamiento, se eterniza el retroceso.

Pero la oposición abstencionista ha preferido el camino de las sanciones, la retórica del golpe de Estado y la criminalización de la migración. Estas estrategias, lejos de debilitar al gobierno, le han proporcionado las herramientas perfectas para mantenerse en el poder. Cada sanción internacional se convierte en justificación para las dificultades económicas; cada amenaza de intervención externa refuerza el discurso de la patria asediada; cada criminalización del éxodo venezolano alimenta la narrativa de la traición y el desarraigo.

El gobierno, con una maquinaria electoral incuestionable y un partido como el PSUV creado específicamente para ganar elecciones, ha encontrado en la abstención oposicionista a su mejor aliado. Al ganar todos los espacios políticos sin competencia real, no solo obtiene legitimidad formal, sino que alcanza ese poder absoluto que tanto teme la democracia. Es la realización de la pesadilla política: un poder sin contrapesos, sin oposición efectiva, sin alternativas visibles.

La responsabilidad histórica de esta situación no puede ser eludida. Una oposición emocionalmente negligente ha tenido en sus manos, durante dos décadas, la posibilidad de presentar alternativas reales. Tres presidentes opositores imaginarios han emergido en este período, y ninguno ha logrado despachar desde Miraflores, todo es una mentira, es ficción hollywoodense llevada a su máxima expresión, sin tapujos. Esta no es casualidad; es el resultado de una cultura política que privilegia la confrontación sobre la construcción, el grito sobre la propuesta, la pureza ideológica sobre la eficacia política. Es el resultado directo de una estrategia errática que no comprende que en política no basta con tener razón; hay que tener fuerza, organización, pueblo y territorio. La política no es un discurso en redes sociales ni un boletín diplomático. Es cuerpo a cuerpo. Es elección tras elección. Es la suma paciente de cada trinchera conquistada.

El gobierno lo sabe. Por eso celebra cada vez que se llama a la abstención. Porque mientras la oposición se lamenta en comunicados, el PSUV activa su maquinaria inquebrantable y gana elecciones con legitimidad, con votos, con presencia territorial. La oposición no pierde solamente por su estupidez, sino por la trampa de sus propias convicciones desmovilizadoras.

Y mientras tanto, el pueblo ve cómo se desdibuja toda alternativa. El venezolano de a pie no entiende de sanciones, de embajadas paralelas, de presidentes imaginarios. Entiende que cada vez que no vota, el gobierno gana. Entiende que no votar no cambia nada. Que criminalizar a los migrantes, seguir esperando un golpe de Estado, o creer en intervenciones mágicas del extranjero solo le da armas al gobierno para legitimarse ante el mundo y blindarse internamente.

Cuando no se participa, hay que empezar de cero. Como si la historia no pesara, como si no hubiese memoria. Cada abstención es un regreso a la nada. Es dejar de existir políticamente. Es diluir la lucha. Es regalar la única herramienta pacífica de transformación real que tiene el ciudadano. Es mutilar la democracia en nombre de la pureza ideológica.

La abstención no es solo una decisión individual. Es una estrategia colectiva que tiene consecuencias estructurales. La oposición democrática que participó en las elecciones no perdió solamente frente al gobierno: perdió frente a la radicalidad abstencionista que paraliza, divide, intoxica. Y así, el gobierno gana con comodidad. Gana porque sabe que el adversario se niega a jugar. Gana porque ha entendido la política como una lucha de largo aliento, mientras su contraparte se desgasta en quejas estériles y declaraciones altisonantes. La oposición radical y fascista, en su ignorancia política, no comprende que la democracia se construye participando, no ausentándose. Su radicalismo es conservador en el sentido más perverso del término, porque conserva las estructuras de poder que dice combatir. Sus mentiras, su discurso de odio, su negativa a aceptar la realidad política, han sumido a Venezuela en un estado emocional que impide el diálogo constructivo y la búsqueda de soluciones reales.

La dialéctica política verdadera requiere de la confrontación de ideas, no de la huida. Requiere de la construcción de alternativas, no de su destrucción sistemática. Requiere de la participación activa en los procesos democráticos, por imperfectos que sean, porque es en esa participación donde se forjan las transformaciones reales.

El drama venezolano no es solo político; es profundamente humano. Millones de ciudadanos que anhelan el cambio se ven privados de alternativas reales por la negligencia de quienes deberían representar sus esperanzas. La migración masiva no es solo consecuencia de la crisis económica; es también el resultado de la desesperanza política, de la sensación de que no hay salidas institucionales a la crisis.

La abstención, presentada como acto de rebeldía, se revela en la práctica como el más cruel de los conformismos. Es la renuncia disfrazada de protesta, la claudicación presentada como principio. Los pueblos que han conquistado su libertad lo han hecho participando, organizándose, construyendo alternativas, no ausentándose de los procesos que determinan su destino. El camino hacia el cambio político real pasa por entender que la política es el arte de lo posible, no el arte de lo puro. Pasa por aceptar que las transformaciones sociales se construyen desde adentro del sistema político, no desde su negación. Pasa por comprender que cada voto es un ladrillo en la construcción del cambio, y que cada abstención es una piedra más en el muro que protege al poder establecido.

La historia juzgará con severidad a quienes, teniendo la oportunidad de construir alternativas democráticas, prefirieron la comodidad de la crítica sin compromiso. Venezuela merece más que promesas vacías y estrategias fallidas. Merece una oposición que esté a la altura de las esperanzas de su pueblo, una oposición que entienda que la democracia se defiende participando, no huyendo de ella.

Venezuela seguirá atrapada en un laberinto construido por la complicidad involuntaria entre el poder que se perpetúa y la oposición que se autodestruye. La salida de este laberinto no está en las sanciones internacionales ni en las amenazas de intervención; está en la construcción paciente de una alternativa política real, en la participación consistente en todos los espacios democráticos disponibles, en la superación de los personalismos y las fragmentaciones que han caracterizado a la oposición.

El resultado de esta elección no es solo un mapa político teñido de rojo. Es también el reflejo de un país sumido en la desesperanza, incapaz de organizar su rabia en un proyecto político concreto. El odio inoculado por esa oposición radical, que solo sabe destruir sin construir, ha sido funcional al poder que dice combatir. La historia se repite, no como tragedia ni como farsa, sino como derrota autoimpuesta.

Es hora de entender que la lucha política no puede seguir siendo una expresión de frustración emocional, sino una estrategia concreta de construcción de poder. Quien no participa, no existe. Quien no vota, no decide. Quien llama a la abstención, aunque se vista de patriota, trabaja para el gobierno.

La única manera de derrotar al gobierno es ganar espacios. No hay atajos. No hay milagros. Solo queda reconstruir desde abajo, con paciencia, persistencia, con organización. Venezuela no necesita mártires ni mesías. Necesita políticos que entiendan que la lucha se da en el terreno, en la urna, en la calle, en cada rincón donde aún exista una rendija de esperanza.

Porque después del voto, si no hay participación, solo queda el silencio. Y ese silencio ha sido el gran aliado del poder. El futuro político del país no se decidirá en las cancillerías extranjeras ni en los discursos incendiarios, sino en la capacidad de construir una alternativa política creíble, participativa y efectiva. Solo así podrá romperse el ciclo perverso que ha convertido a Venezuela en prisionera de sus propias contradicciones políticas.

Nota: La oposición radical debió haber participado en las elecciones y validar ante el mundo ese 43% que dice haber sacado en julio del 2024, elecciones presidenciales y mostrarle al mundo que tenían razón, pero ellos saben que ese 43% que dicen haber obtenido es tan falso como todas sus mentiras.

NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE.



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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

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